
Ayer caminaba por la Rambla del Raval y aproveché mi paseo por esta parte vieja de Barcelona para visitar una de mis esculturas mas queridas: el gato gordo de Botero. Me encanta ese gato rechoncho, tan de Fernando Botero, tan exageradamente carnoso.
Me gusta, no tanto porque sea gato ni gordo. Es porque se deja tocar, porque mucha gente se sube a sus lomos, porque le tocan el cascabel -Botero sí pudo ponérselo-, porque posa y posan con él. Es un gato amigable y afectuoso, a pesar del frío metal.

En la Rambla del Raval el gato de Botero encontró su lugar. Muchas personas también sienten que ese es su lugar, aunque estén de paso. Y es que tocarle los bigotes, caminar entre sus patas, tocarle sus grandes testículos hace que uno se sienta parte de ese espacio y de ese lugar. Esto casi nunca sucede con la escultura pública. Al contrario: la escultura pública, especialmente la conmemorativa y la referida a personajes importantes, tiende a alejar, a infundir respeto, marca distancia y segrega el espacio.
La escultura en espacios públicos muchas veces llama a la ira por lo que representa. Si se puede se le destruye; si no hay quien la vigile, cae en desgracia prontamente. No son objetos neutros; dicen mucho y generan distintos sentimientos. Por eso muchas de las esculturas públicas a lo largo de la historia de la humanidad han terminado rotas, descabezadas e inutilizadas.
En el Diquís precolombino hubo un momento en que convivían grandes esculturas públicas -las esferas monumentales- y otras obras escultóricas de pequeño formato. Entre estas pequeñas había unos felinos rechonchos como los de Botero.

Son piezas que miden entre 15 y 40 cm de largo y la mitad de alto. Fueron hechas en roca arenisca, y por lo general se han encontrado completas. Se hicieron y se usaron básicamente en el Delta del Dquís y sus alrededores inmediatos. No parecen haber sido hechas en grandes cantidades.
A la fecha se conocen cerca de 40 esculturas de este tipo, lo que contrasta con las más de 300 esferas que se han documentado.

Las esculturas de felinos del Diquís no dan la impresión de representar a seres agresivos, aunque enseñen sus colmillos. Sus cuerpos abultados, las colas pegadas al cuerpo y la inmovilidad de sus poses dan cuenta de animales que parecen mas domésticos que amenazadoras fieras salvajes. Tampoco simulan la transformación chamánica de hombres y mujeres que se pueden transformar en poderosos felinos, tal y como ha sido registrado en la tradición oral sobre cosmogonías indígenas. No. Estos son más felinos gordos y relativamente amigables que seres creados para castigar y atemorizar.

Es curioso comparar las esculturas de bulto con las otras representaciones de felinos que hay en el Diquís. Eso que mucha gente local llama «piedra-tigre«- y que los arqueólogos llamamos «metates con efigie de jaguar«, son felinos, pero diferentes. Aquí no hay niños ni adultos con complejo de niños subidos sobre su lomos. Su cuerpo es la base para la molienda. Aquí las mujeres gastaron sus lomos con la diaria tarea de moler. Los de ellas y las del felino. Cada molienda adelgazaba el cuerpo en piedra, y en lugar de engordar perdía volumen cada vez que había que «picar» la superficie del plato de molienda para que «agarrara» mejor el grano, o lo que hubiera que procesar.

Unos gordos y otros flacos. Así se podrían describir los felinos en piedra del Diquís. No suena muy académico. Que importa. Lo que importa es que en el Diquís precolombino gustaban de los felinos gordos. Hoy en la Rambla del Raval de Barcelona también gusta un felino gordo que hace feliz a la gente.
Nota: Una crónica hermosa que cuenta el itinerario del gato de Botero en Barcelona hasta que encontró su lugar en la Rambla del Raval:
Historia de un gato gordo por Lluis Anton Baulenas (http://elpais.com/diario/2003/04/23/catalunya/1051060041_850215.html)
2 respuestas a “Sobre felinos rechonchos en Barcelona y en el Diquís”
Me parece una excelente combinación de arqueología con observación del presente: la línea que une el gato de Botero con los «gatos» precolombinos es de sensibilidad compartida, de moldar un animal para dar gusto más que miedo. Y la reflexión sobre la escultura pública y su necesaria relación con los ciudadanos (sobre todo los niños) se desprende con naturalidad y elocuencia de la historia que contás. Qué bueno que puedas hacer estas conexiones…
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Botero pasó por Helsinki hace como veinte años atrás y dejó a todo el mundo fascinado con sus gorduras, y ahora, cada vez que me encuentro con uno, recuerdo con emoción a los gorditos alegres…
Me gustan los felinos que has puesto, especialmente por sus narices. Típicamente un gato dibujado tiene la nariz triangular, como la Pantera rosa; lo que también es cierto para los gatos de la antigua Egipto. En muchos casos, la nariz triangular define que la representación es la de un felino. Pero, la nariz de los felinos de tu entrada no sigue el patrón y me pregunto por qué. Obviamente, esta «fórmula estética», la conexión de triangulo = nariz = representación felina, no necesariamente se sigue en todas partes. ¿Cuál es, entonces, la fórmula estética de las cuarenta figuras felinas de Diquís? Pregunto porque, desde el punto de vista de antropología visual —mi onda— es siempre interesante encontrar ejemplos que rompen con esquemas que se aceptan como universales.
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